relatos entramados
Con Dios me acuesto
Con Dios me levanto,
Que la Virgen Santísima
Me cubra con su manto.
La muerte de Dios, Liliana Heker
No había querido
recibir la Primera Comunión y mi viejo, para convencerme, me había prometido un
libro como regalo, si lo hacía. Si me animaba a seguir con la tradición de
recibir ese sacramento, me prometían que podía vivirla como yo quisiera. Con
vestido negro, quiero, entonces. ¿Vestido negro? Mi vieja tragó. Está bien,
dijo al final, pero debajo de la sotana, ¿si? Trato hecho. Las catequistas,
coordinadoras del grupo de Comunión habían llamado más de tres veces a mi vieja
para pedirle entrevistas, querían hablar sobre mi mala conducta, generaba
discusiones en clase, controversias de todo tipo con mis compañeritos. Para mí,
Dios era una máquina. Fue lo último que había detonado una de las clases. Había
escuchado a mi viejo hablando sobre el teatro griego y le robé esa frase, no sé
bien de donde pero mis compañeros empezaron a tener muchas dudas. ¿Máquina a
vapor o a motor? ¿Cómo la de los autos que conocemos o máquina que cumple una función específica? A otros, les
sirvió muchísimo la imagen para poder pensar a “Dios” como una entidad
funcional en nuestras vidas, encargado de hacer que “nuestro sistema vital”
esté en funcionamiento constante y de nosotros dependía aceitar la máquina para
que estuviera bien. Conclusión: casi me estaban regalando la posibilidad de
tomar la Comunión con tal de no verme repetir el curso de Catequesis de los
sábados. Es un diablo, la escuché murmurar, una vez, a una de las catequistas
mientras llevaba el mate cocido de la merienda. Yo no sabía bien a qué o quién
se refería pero seguro, no era algo bueno. Esa noche, a medianoche me desperté
agitada y transpirada, había soñado que un demonio de cuernos rojos y cola
larga bajaba del altillo de mi habitación en una humareda de fuego, dejando una
estela de olor a quemado. Tuve miedo pero el sueño no se repitió, la Primer
Comunión sucedió, la fiesta y los regalos estuvieron y al fin, pude recibir mi
libro “Cuentos reunidos” de Liliana Heker, una escritora argentina que mi viejo
amaba. La leía todas las tardes mientras tomaba la chocolatada hasta que llegué
a “La historia de Dios”, un relato largo o novela corta que estaba a la mitad
del libro gigante. Fue un antes y un después. Me encontré con una niña judía
que iba teniendo una serie de revelaciones sobre su vínculo con Dios. ¡Qué
vinculo tan requerido ese! Lo escuchaba en las puteadas, en la misa de los
Domingos, en las exclamaciones de barbaridad y en mi mamá, por las noches,
rezando a los pies de la cama. No sabía a qué se refería pero me sentía
identificada con la idea de “panteísta” que planteaba la historia. Yo también
quería ser eso. Además tenía trece años, era sólo un poco más grande que la
niña, ya había vivido experiencias, podía serlo. Mi primera acción fue ir
corriendo a contarle a mi abuela -que vivía en la casa de al lado- sobre la
existencia de “Dios” como paradoja, como nombre arquetípico, porque “Dios”
cambia bruscamente su naturaleza, nunca está dinámicamente en movimiento pero
-a su vez-, ¿Por qué me daban esas ganas infinitas de llorar a la hora de la
siesta pensando en que algún día me voy a morir? ¿Por qué no entendía que me pasaba
cuando lo veía a Cristian, mi mejor amigo, que el corazón me saltaba hasta la
boca? No sabía, pero me parecía que Dios estaba cerca de todos esos misterios
de mi vida y sabía que “vivía” con él, como la niña de la historia. Abuela,
abuela, ¿sabés qué? Estoy segura que
Dios existe. No sé cómo explicártelo ahora pero necesito que me digas si vos
también lo sabés. Mi abuela me miro al centro de las pupilas y chequeó mi
frente para comprobar que no sufría de delirios producto de las fiebres. Me
senté en su regazo y ella, sin saber bien que responderme, me empezó a contar
historias de valles y quebradas, de su vida en La Rioja, un pueblo alejado de
la ciudad donde vivíamos ahora, me contó de burros, quebradas, cabras y
caballos, de su infancia criada entre hermanos y el calor, nutriéndose entre la
tierra seca. No sé si existe Dios, pero si existe, es un ser que nos esclaviza,
que nos trae a esta existencia para hacernos sufrir, me dijo después de
contarme lo duro que era cuando no había pan para comer en su casa y como su
mamá la criaba sola con siete hermanos. Yo creo en la Virgen María, no sé si
tanto en Dios. A ella sí le rezo, me identifica más. Usó la palabra
“identificarse” para referirse a una Virgen, ¿Qué era “ser” virgen? Nunca
entendí como el movimiento la había traído a ella a la gran ciudad, a que a
Dios lo presente con el humo y los ruidos de la ciudad. Pero parece que
realmente lo conocío cuando hizo su primer pedido, a la Virgen mejor dicho. Mi
papá ya había nacido y la enfermera le había entregado un niño dobladísimo
entre mantas reforzadas. ¿Por qué esta tan doblado? Desesperada, mi abuela, me
contó que abrió el paño encontrándote con su niñito con la espalda totalmente
encorvada. Algo había pasado en ese tiempo que no estuvo con ella. Luego de
consultar a diversos médicos, le dijeron que su escoliosis era muy profunda,
crónica y le iba a traer serios problemas. Le quedaban pocos años de vida a mi
papá pero ella había confiado en la Virgen de Luján y caminó toda la noche
hasta llegar a la Catedral, subió, arrodillada los peldaños de la Iglesia y le
pidió para que la escoliosis se detuviera. Al poco tiempo, el médico le dio el
alta, iba a vivir muchos años más porque la columna no se había seguido
deformando. Así que Dios no sé si existe, querida, pero la Virgen seguro que
sí, a mí me ayudo, ¿no te digo? Extasiada por la historia, tome la misma
decisión que la niña de la historia: quería vivir con Dios. Al otro día, miré
con atención los cuadros que estaban colgado en la entrada del colegio: una mujer,
papisa, con un manto y un libro, orando y escribiendo. Era María Teresa De
Dávila y junto a ella, un patrono carmelita, San Juan de la Cruz. Tuve una
pequeña revelación: ellos me iban a enseñar de Dios más que las maestras de
catecismo de los sábados. Pero, todavía, las ansias por saber donde podía
encontrar a Dios no podían ser compartidas con casi nadie. Mis amigos, en el
patio del recreo, no entendían porque me interesaba tanto el tema de repente y
las maestras me sugerían, sutilmente, hablarlo en catecismo. Me iba a tener que
comer a Dios en dos panes toda la vida pero sin conversación ni reflexión al
respecto. Estaba pensando en todo esto, caminando por el patio de la escuela,
mientras los chicos jugaban al fútbol y pum, Eloy, me llevó puesta de un
empujón. La ira me empezó a subir por el cuello, siempre me pisaba, me pateaba
o "sin querer", me empujaba. Estaba cansada y ese pibe, ya no tenía
Dios que lo salve. Me di media vuelta y lo mordí -con todas mis fuerzas- en el
brazo izquierdo. Quería castigarlo. Ese día cómo lloro, cómo me castigaron a
mí, como grito, él gritaba y yo lo miraba con los ojos de la inocencia profunda
de una niña,
lo miraba sosteniéndote el brazo con las manos
con un odio profundo y lo escuché gritar al aire: ¡La concha de Dios! Me
desconcertó: concha y Dios en una misma exclamación, por primera vez. Dios,
entonces, era mujer y tenía concha, como mi mamá y mi abuela. ¿Sería por eso
que la Virgen ayudó a mi papá por lástima a los que no tenían concha como Dios?
Estaba muy confundida, miré al cielo para buscar respuestas, y tal como lo
había descubierto la niña de la historia: no vi a nadie, sólo escuchaba los
gritos de dolor de Eloy que rajaban el patio de la tarde en el colegio.
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