el juego eterno
“Duendecito”,
le decían sus papás porque a los pocos días de soplar la velita de sus 7 años,
al niño de la casa le habían crecido las orejas pero en forma puntiaguda y su
naricita, ahora, miraba a la luna. Su apariencia física, siguió siendo la misma
que antes, delgado y flaco… Lo molestaban, en la casa, con ese apodo pero con
tanto amor y cariñitos que hacían que el niño, rápidamente, se ruborizara,
aunque todavía no supiera con qué o quién lo estaban comparando. De todas
maneras y de eso estaba absolutamente seguro, creía que debía ser alguien muy
vergonzoso, que nunca se mostraba a todos, por jamás lo había visto.
Carlitos,
como su papá, se llamaba el niño y había nacido en el Machu Pichhu pueblo, más
conocido como Aguas Calientes, un pueblo que recibe año tras año turismo internacional que lo
miran poco pero creen conocer mucho, porque saben hablar inglés. Entre animales
y árboles húmedos, Carlitos crecía. Le encantaba moverse, jamás se quedaba
quieto en un sólo sitio. Bailaba por la cocina, limpiaba el comedor, jugaba en
el patio, pintaba en la salita e invitaba por la ventana a todo el que se
atreviera a pasar debajo de ella.
“¡Ven,
vamos a divertirnos!”, gritaba el niño que contagiaba su risa al alma de todo
el pueblo. Por eso cuando desapareció, todos lo notaron.
El primero en darse cuenta fue su padre, quien
extrañado de no escucharlo patalear en el piso de madera como todas las
mañanas, se arrimó hasta su cuarto y no lo encontró. “¡Mariela!”, alcanzó a
balbucear, desesperado. “¡El duendecito no está!”, dijo, después. “Se habrá
metido en la casa del vecino”, le respondió, aún dormida, su esposa quien ya
estaba acostumbrada a las travesuras de su hijo.
Pero
el niño no estaba en la casa del vecino. Tampoco en lo de Raulito, ni en lo de
Leo. Le preguntaron a Doña Sol si lo había visto pasar, pero no lo había visto.
Así, la búsqueda se extendió a todo el pueblo y ya los bomberos comenzaron a
rastrear, para llanto de su mamá, las aguas del Río Vilcanota. Pero allí
tampoco lo encontraron. A su hijo se lo había tragado la mismísima tierra. Los
padres no durmieron durante días.
Hasta
que una tarde de sol, el papá fue a buscar leña al parque y lo vio venir, corriendo
y gritando, como un loco a su niño. “¡Papá, papá, papá, papá!”, repetí el
pequeño y se movía de un lado para otro con su cuerpo temblando por la emoción
y el miedo. Su padre no encontró otra
solución más que tomarlo por los hombros y mantenerlo quieto. “Hijo, ¿dónde
mierda estabas?”, le preguntaba con lágrimas en los ojos, su padre y luego
llamaba a su esposa a los gritos.
Cuando
ya los tres se hubieron abrazado durante un largo rato arrodillados y llenos de
tierra húmeda del suelo, el niño rompió en llanto...la señora lo miró bien
dentro de sus ojos… y luego todo su pequeño cuerpo. Hace cinco días que su hijo
no estaba en la casa y no parecía enfermo, ni estaba golpeado, no parecía
hambriento ni sediento. “¿Dónde has estado pequeño? Cuéntanos, ¿qué te
hicieron?”.
Y
Carlitos sin soltar la mirada a su madre, relató:
“Me
había ido a jugar a la roca gigante de la esquina de la canchita. Me trepé
hasta la punta, como nunca lo había hecho, me resbalé y me caí. Le grité a
Raulito, pero creo que no me escuchó, estaba tan lejos… Y en ese momento,
aparecieron. Eran como hombrecitos, orejitas puntiagudas, trajes verdes de los
de Navidad, mamá. Tenían los pies más chiquitos que yo! No me sacaban esos ojos
de encima y hablaban, entre ellos, pero yo no entendía nada. Me alzaron entre
algunos y me empezaron a llevar, yo me asusté muchísimo y pataleaba bien fuerte
hasta lloré a los gritos y te llamaba, mamá, pero no viniste y me metieron
adentro de la roca, que había sido que era un túnel muy oscuro. Me agarraron bien
fuerte de piernas y brazos y cuando llegamos al fondo, dejé de llorar y en ese
momento, me soltaron. Tenían todo lo que tenemos acá en casa, mamá. Cocina,
sillas, horno, platos, esas frutas riquísimas que hay en el patio, pero todo
bien chiquitito. Mucho más chiquitito que nosotros. Me sentaron en una silla
chiquita y ahí sí otra vez me puse a llorar porque me dio miedo que me podían
llegar a hacer. Hace poco primo me mostró una película de unos extraterrestres
que te raptaban y se chupaban todos tus órganos, me acordé y me dio más miedo
todavía. Pero ellos no hicieron nada, me trajeron mucha comida diferentes:
postres de chocolate minúsculos, frutas, panqueques pero aunque comí un poco,
yo les decía que me llevarán junto a vos, mamá, te lo juro. Y cuanto más
lloraba, más comida me traía, parecía Navidad. No me gustaba ese lugar, era muy
oscuro y olía feo. Uno de los hombrecitos, el único que tenía barba blanca les
ordenó al resto que me mostraran la salida y otros hombrecitos me tomaron de
los brazos y me llevaron hasta la parte del túnel donde se veía el sol y cuando
me soltaron, corrí, corrí hasta acá.”
Los
padres, confundidos por el relato, abrazaron fuerte a su hijo. Juntos desearon
en sus corazones que Carlitos siempre sea su bebé, para protegerlo y cuidarlo.
Desde entonces, “duendecito” nunca más creció.
Es el
día de hoy que se lo puede ver: cuerpo de joven y barba que oscurece la piel
jugando a la pelota, divertido y feliz en sus eternos siete años, con sus
amigos. Nadie puede ver con quiénes juega, pero él sí. Algunos curiosos comentan que son los mismos
hombrecitos que una tarde le dieron el privilegio de conocer su mundo y,
también, le permitieron salir de él, pero como castigo, jamás de su infancia.
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