una tarde en el jardín
Un
niño pelirrojo y travieso (y, también, un poco curioso) forma parte de una
familia de mamá, papá y hermanos pelirrojos que llegaron al jardín botánico a
pasar la tarde y montar cometas. Se bajan del automóvil y corren, cada uno, en
direcciones opuestas. Todos cargan sobre sus hombros diferentes artículos: el
cometa lo lleva la niña, el papá trae la heladerita, la mamá: la silla y los
hermanos, la pelota y el triciclo. Todos los objetos pretenden asegurar la
diversión del momento. ¡Hay que aprovechar que es verano y hay sol para salir!
Al
niño pelirrojo le encantaban los cometas, pero más disfrutaba de las maravillas
del micro mundo. Se tiraba de panza a la tierra (roja, también) a observar cada
uno de los insectos que caminaban o trabajaban allí. Escarabajos, hormigas,
gusanos, bichos bolita eran sorprendidos en sus tareas por los ojos
interrogadores del pelirrojo. Casi nunca intervenía, sólo ponía sus manos
blancas en la tierra roja para sostenerse y observaba muy de cerca… a las
hormigas transportando su comida, a los escarabajos ocultándose en agujeros de
la tierra, a cada alma diminuta la observaba hasta que sus papás, exasperados
por la extraña quietud de su hijo menor , lo llamaban para regresar.
Una
hormiga colorada, una tarde similar a la anterior y a la anterior de su vida,
sintió algo. Era una especie de cosquilleo, parecido al miedo, que le subía por
todas sus patas, lomo y llegaba hasta sus antenas. Había empezado cuando
cargaba esa hoja amarilla y gigante al hueco. La reina le había ordenado
entregar su carga antes del mediodía y no quería retrasarse. ¡Pero esa hoja era
pesadísima! La había cortado, con mucho sacrificio, del helecho, esquivando a
los escarabajos que la molestaban en su paso y a la hierba crecida de la casa.
Aunque prefería luchar contra el pasto a que viniese esa máquina gritona que
llegaba una vez al mes a cortarlo. Pero esa tarde sí que tenía afán de llegar y
la hoja se lo impedía. Cuando cruzó la última roca para entrar a su cueva,
patinó con una gota de lluvia del día anterior y su carga resbaló. Triste y ya
pensando en el esfuerzo que le llevaría buscar otra hoja, se levantó y ahí fue
el preciso momento cuando llegó el cosquilleo.
Fue
mágico. La hoja se posó, como un suave suspiro del viento, sobre su lomo otra
vez y la hormiga colorada se sintió impulsada a seguir su camino a la cueva.
“Hijo!
¡Vamos!”, ya gritaba la madre, como siempre, desde el automóvil y el niño
pelirrojo se sacudió la tierra roja de la ropa y de las manos y se echó a
correr.
Desde
ese día, esa hormiga colorada y culona cree en Dios.
Mientras
el auto cargado de personas pelirrojas recorría, a toda velocidad, el cemento
de las calles de la ciudad, el niño colorado entendió a que se refería hablaba
de “los otros”. El cielo se incendió de color rojo y la tarde cayó.
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