En Garzón, Huilla, Colombia

 

  
 


Liria chasqueaba los dedos como señal que daba inicio a sus historias. Ella nos hablaba de muchas cosas: de la finca, de los caballos, de sus padres, de sus miedos, de sus alegrías cotidianas. Se sentaba en el sillón negro aterciopelado más grande de la casa, el suyo, frente a la ventana que daba a la ruta a mirar Canal Caracol pero la telenovela no era “El patrón del mal” sino de sus chasquidos, de su boca para afuera. Sus palabras sinceras pero alusivas, formaban cuerpo y alma, daban cuerpo a la expresión y al sentimiento, las manos se convertían en paloma sonoras que desplegaban en el aire chasquidos y una serie de imágenes sensoriales para quiénes estén dispuestos a sumergirse en ellas. Liria tenía el oído, las manos y las historias preparadas: en cuanto veía a alguno con la oreja parada, le servía un “tintico” (café colombiano), chasqueaba los dedos y comenzaba a narrar, agregaba detalles insólitos, se levantaba del sillón negro aterciopelado y recorría el comedor como si fuera el escenario digno de su monólogo teatral. En esos momentos, en sus chasquidos y sus palabras, la casa se convertía. Las luces de la televisión eran las únicas que alumbraban y le daban vigor a los gestos de la mujer, su voz era la protagonista de las narraciones, encarnando los distintos personajes que podía interpretar y todo eso, lo creaba, sin siquiera sospechar la capacidad de crear magia en el cotidiano orden rural. Liria era así, mujer de corazón abierto, manos siempre sucias de harina PAN y justo a tiempo para preparar las arepas de desayuno para él que se levantara primero. Si te veía cruzar por el camino, te llamaba chasqueando los dedos para contarte una historia. De vez en cuando, le devolvían otras y su arsenal, aumentaba. Su memoria era una biblioteca infinita. De vez, en cuando, le llegaban historias que hubiese preferido no haber escuchado nunca. Como el día que su vecina se jactaba de haber pasado por su casa y haber visto a Edgar -su marido- acariciando las piernas de la hija de su mejor amiga. La vecina no estaba segura si ella estaba sentada arriba de él o que estaban sentado al lado pero juraba haberlo visto, desde el camino de la ruta, enfrente y por la ventana. Liria, dudó, al principio, pero termino creyendo. Al fin y al cabo, por algo le había llegado escuchar esa historia a ella. Esta temporada, no hubo chasquidos y las historias del atardecer se volvieron grises y las acompañaban gritos o enojos de por medio. Ni su mejor amiga ni Edgar volvieron a aparecer por la casa. Se habían acabado las historias para ellos. El monólogo de Liria se convertía en un soliloquio digno de Hamlet.

Pero esa noche, era noche de viernes y los viernes en Garzón, había rumba en el pueblo, se bailaba en la calle y abrían los boliches de salsa. Y Liria, en la casa, sola, sin Edgar, no tenía con quién compartir historias y tenía ganas de bajar al pueblo a ver qué nueva historia podía encontrar. Llamó a una amiga que vivía a la vuelta de la plaza del centro para que la acompañara y de camino, se compró un guarito antioqueño. Ya se podía escuchar el ballenato y la salsa desde lejos. Liria bailó hasta tarde hasta que, en una esquina, jugando al pool, la vío. Se acercó, le convidó un trago y las mujeres se abrazaron fuerte. No saben si por el efecto del alcohol o los años, Liria la invitó a dormir en su casa para seguir contándose historia de su vida.  A la mañana, tempranito, apenas se despertó con el motor de la moto de Nano que subía la ladera, la despertó para que se vaya preparando para irse. La mujer escuchó detrás de la puerta y esperó que Nano entrase a su habitación, agarro sus cosas, le agradeció a Liria por su infinita amistad, se volvieron a abrazar y se alejó por el camino que la conducía de regreso al pueblo.

Nano, su hijo menor, volvía de jugar. Siempre había sido un jugador empedernido, enfermo, desde que era adolescente, se escapaba por la ventana de la cocina y el corazón no le dejaba de palpitar hasta que llegaba al barsucho del pueblo donde entre cervezas, amigos, mujeres y el pool, amanecía. “Mamá, estoy cansado”, le respondía a Liria, cuando a la mañana siguiente no conseguía pararse de la cama. Las salidas del menor de la familia eran cada vez más frecuentes y ni siquiera las prohibiciones hogareñas eran restricción posible: la noche de Garzón lo conocía perfectamente. Una de esas tardes de meriendas e historias, una vecina le contó a Liria que, al quinceañero de la familia, “lo estaba persiguiendo una mujer grande”, “te lo tenía que contar”, “es el futuro del peladito”, entre frases iba llegando la historia: “Mi hijo dice que Nano la rechaza, Liria, pero ella está obsesionada con él, va a los mismos lugares a tomar trago y espera que sea la última ronda, para tirársele encima. Yo estoy segura que esto va a terminar mal, Liria, tenés que hacer algo. Ella es una adulta y él un chico, todavía”. Por primera vez en mucho tiempo, Liria se mantuvo callada. Dudaba de todas las palabras que conocía para estos casos posibles. Mas cuando le volvieron las palabras a la boca, lo comentó con Edgardo, quién, como siempre, se hizo el desentendido: “Esas son habladurías de una vieja sin ocupaciones, Liria, cómo te vas a preocupar eso, deben ser mentiras”. Pero el instinto de madre le hacía ruido y mientras, inventaba excusa de preocupación para hablar con Nano de cuidados sexuales, le dejaba preservativos a escondidas en el cuarto o se los guardaba bajo la almohada. “¿Será por la edad que es tan rebelde?”, se preguntaba Liria, mientras mezclaba los frijoles para el almuerzo. Hasta que la corazonada encarnó y se le presentó a la puerta de su casa. Eran las cuatro de la tarde y Liria escuchó los golpecitos en la entrada: se alertó, sus amigas nunca golpeaban a la hora de la merienda, entraban y arrancaban a contar. Cuando abrió, se encontró con una señora adulta, unos años menos que ella, bajita, con mirada aguda y labios apretados. Fue, rápidamente, al grano: estaba embarazada de seis meses y su hijo, estaba segura que era de Nano. ¡No, no puede ser!, gritó Liria y le cerró la puerta en la cara. Del otro lado, la mujer empezó a putear a la familia, argumentando que eran unos “ingratos” y que necesitaba su ayuda. “¡Son todas mentiras! ¡Mi chiquillo ni siquiera sabe cocinar sancocho!”, gritaba Liria, del otro lado de la puerta, con lágrimas en los ojos. Cuando la vio por la ventana, alejarse con su panza crecida y el ceño fruncido, a Liria se le estrujó el corazón. Lloró, lloró, lloró, pero en el silencio de la noche en la finca, cuando estaba segura que nadie la iba a ver. Cuando se cayó la última lágrima, abrió la puerta de su hijo menor con una patada y lo encontró leyendo un libro en calzones. ¿Qué paso, mamá? Le habló hasta el cansancio, vociferó, se emocionó. Nano se mantuvo, al comienzo del monólogo de su madre, callado y tímido, luego fue asintiendo con la cabeza, ya sé, má, me voy a hacer cargo, si, ya sé, fue una chimba. Ese día, una aureola gris se pintó en las pupilas de Nano y ni siquiera cuando nació su primer hijo se la pudo quitar. Decidió no ver nunca más a esa mujer que iba a criar a su primogénito y ella solo saludaba a Liria, de lejos, cuando llevaba al hijo a la casa de ellos, hasta esa noche de viernes que se cruzaron entre la fiesta y el baile, celebraron la unión, me diste mi primer hijo, si ni me creías, pero como me arrepentí después de haberte hecho llorar, gracias por estar en nuestra familia, me da vergüenza tener de hijo a ese Nano, ¿por mí?, no, por vos, no, porque no saben ser padres, igual que Edgardo, lo único que saben es trabajar para desaparecer, es un amor ese nene, ¿necesitas que te lo cuide más días?, si se porta bien, si y así, las dos mujeres que tanto habían vivido historias dignas de contar, amanecieron tomando café en la finca. 


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