una pequeña derrota


 

    Que mi vida estaba signada por el fracaso, ya lo sabía, un billete de cien pesos perdido cada día, encuentros desfavorables con la policía durante la adolescencia, droga trucha o de segunda que me engrampaban cada tanto hasta que aprendí a no comprarle más a Mansa, caídas en todas las baldosas flojas en las lluvias de invierno, empresas que se caían, trabajos de los que me despedían sin siquiera terminar los tres meses de prueba, pero con Carmela era diferente. Pelo teñido de naranja, Luna en Escorpio, Sol en Acuario, Ascendente Aries, una carta natal prometedora de intensidad y acciones, conjunciones que todavía ni siquiera sabía como iba a plasmarse cuando la ví cruzar por la puerta trasera de la pileta del Country Club de Banfield. Yo hacía mi rutina de nado por la tarde, estilo libre, sin profesor así me podía sumergir todo el tiempo que quisiera en esa pileta enorme y calentita en invierno después de laburar todo el día, sentada, en la oficina. Me entró toda el agua por la boca, hice burbujas y casi me ahogo cuando vi esa malla enteriza estilo vintage atravesar el borde la pileta. Quise ser la malla, el agua, la pileta, quise correr o, mejor dicho, nadar atravesando todas las bayas de contención para llegar a saludarla. Pero era imposible, al costado mío, en la pileta, estaba entrenando el equipo de Natación del Club a los gritos y más allá, un grupo de niñxs jugaban al Marco Polo. Descartadísimo el saludo. Braceé. El encuentro sería en el vestuario, iba a pedir un shampoo que justo me había olvidado en mi casa o tal vez un jabón, aunque era un demasiado íntimo para que me lo preste y la había a meter en un brete por compromiso, o sola y distendidamente la saludaría: hola, ¿cómo andás? ¿Hace mucho que venís por acá? No, demasiado pedorro. Fin, la saludaría como a cualquier otra mujer que entrara al vestuario a cambiarse al mismo momento que yo y listo. Me volvió a entrar agua por la boca, parecía de trece. A la hora, busqué la toalla y las ojotas en los asientos de la pile. No estaban. Desesperada, entré al vestuario y a los gritos, pregunté: ¿Alguien vio mi toalla violeta? Por favor, ¡ayúdenme a encontrarla! Sus ojos se me clavaron en la frente. Yo agarré tu toalla sin querer pensando que era mía, ¡tenemos la misma!, me dijo sonriendo la hermosa chica que me había hecho tragar tanta agua durante la mañana. No estaba preparada para esa intervención, yo que había pensando qué decirle y en qué lugar del natatorio, me encontraba empapada y casi gritándole en la cara, de prepo. Me pusé toda colorada, desde la punta del pie hasta los cachetes, un volcán se había prendido dentro mío: Emm, si, ajá, claro, ejem, jeje, una risita nerviosa con algunas onomatopeyas se cayeron rodando por mi boca. Ni siquiera le pude responder, le saqué la toalla violeta que me estaba devolviendo en la mano y me encerré en uno de los baños, murmurando gracias, quería que la tierra me trague. ¡Qué vergüenza! La escuché cantar, livianamente, en los asientos de los vestuarios, frente a los espejos, al costado de las duchas. Me tapé los oídos, no sabía como iba a seguir esta historia, podría llegar a morir de vergüenza de que me haya visto, así, en mi peor versión, roja y azul del cansancio y del agua, pero lo iba a poder superar. Me fui secando de a poco, y salí vestida, peinándome con los dedos de la mano hábil para que no se me note el frizz hereditario. ¿Cómo te llamás? Disculpame, me estaba muriendo de frío. ¿De frío, en primavera en una pileta climatizada? Mi nerviosismo me estaba jugando malas pasadas, ese día. Me contestó que su nombre era Carmela, me enteré que estaba de visita en Buenos Aires, hace rato que vivía en España en una motorhome, era artista y estaba armando su primer libro de cuentos. Mi nerviosismo iba disminuyendo hasta el punto de sentarme, relajadamente, al lado suyo, charlando a palabra tendida. Bueno, me tengo que ir a casa, es tarde, ¿salimos? Si le dije y me apuré a agarrar la mochi. No te olvides las zapatillas, me recordó antes de salir por la puerta del vestuario, recordándome al pasar que me había parado, puesto la mochila y el abrigo pero todavía estaba descalza sobre el piso frío. Me calcé a toda velocidad y cuando estuvimos afuera seguimos hablando de los estudios, ella estudiaba Fotografía como yo y también había alquilado un departamento para pasar estos meses en Baires. Yo también vivo cerca de Chacarita, te invito a tomar una birrita cuando quieras, le dije. ¿Desde cuando uso la palabra “birrita” para hacerme la canchera? Ahora, si querés, tengo que hacer tiempo y es temprano, me tira al pasar. Nos reímos de la gente que pasaba, del clima y de los astros, su sonrisa era un portal abierto de historias y recuerdos viajeros, me tropecé con algunas baldosas flojas del camino pero todo marchaba bien hasta llegar al bar. Pedí dos IPA porque me había dicho que le gustaban las cervezas amargas. Y ahí empezó mi perdición. Me había olvidado que la cerveza amarga, tomándola sin nada en el estómago, me daba muchas ganas de cagar. Al primer momento que sentí los retorcijones, le pedí permiso y me fui corriendo al baño, disimulando mi premura, con una sonrisa. Baño clausurado hasta el día siguiente. ¡Tanto fiasco en un mismo día era imposible! Creí que podría practicar el autocontrol. Me sentí, sonriente, frente a ella, no sé como hacía para que su pelo naranja reluciera aún después de haber pasado por el cloro de la pile, ¿sabías que en Bélgica hay un museo del Tarot, en un pueblo que se llama Brujas? Ella me contaba y yo me cruzaba de piernas hacia un lado y hacia el otro. Me intentaba concentrar en la comisura de su boca o en su entrecejo o tal vez, la miraba a los ojos pero era más difícil porque tenía que intencionar no pensar en la caca que tenía en puerta.  Por suerte, le gustaba contar de sus andanzas viajeras. India es increíble, hay de todo, todo el tiempo, en todos los lugares, unos olores y sabores impresionantes, hasta muertos tenés en las calles, se reía y contaba casi entrecerrando los ojos y yo apretando los cachetes de la cola para no sucumbir y que mi cuerpo reconozca que ahora no se podía, que estaba clausurado, que no se podía hasta próximo aviso de apertura. Pero tenía un cuerpo insistente y los olores no tardaron en llegar. Me paré rápido ante el primer vaho, pedí un cenicero en la barra y la invité a que vayamos afuera a fumar un tabaco o tomar aire. ¿No era que eras friolenta vos?, me dijo al pasar y luego, se olvidó y siguió contando el día que se le había pinchado la rueda de la motorhome en un desierto y la tuvieron que rescatar los bomberos de la zona. Ajà, ajum, asentía con la cabeza para demostrarle interés ahora que el olor ya se había disipado, pero dentro había un crujir que pedía liberación, ¿Y que otros países de Asia conocés?, una pregunta era el disparador perfecto para solo tener que escucharla y concentrarme plenamente en no hacerme encima hasta que empecé a sentir mucho calor. Me volví a parar como eyectada y le dije: discúlpame, voy a ir a comprar pucho acá a la vuelta, me parece que hay un kiosco. Te acompaño, no, deja, guardanos el lugar, ¿segura?, si, claro. Me di vuelta y llegando a la esquina no tuve más remedio que bajarme los pantalones apenas vi que la señora que paseaba a su perro se había cruzado de vereda. El alivio fue uno de los más grandes de la vida y una hojita se convirtió en el mejor papel higiénico del día. Resuelta y segura, ahora sí me iba a acercar, más cerca, mirarle fijamente la boca, correr mi silla hacia la de ella y la besaría, la invitaría a ir a mi departamento y le propondría que sea mi novia, para siempre. Me senté en la mesita de la cervecería donde ahora estaba Carme hablando por teléfono. Si, justo estoy a la vuelta, dale, venite, dijo, cortó y me miró: ¡Volviste re rápido! ¿Y los puchos? No había y en el otro lugar que yo conocía… no termine la frase cuando la veo sonreír por detrás de mis espaldas, doblando la cuadra, se acercaba un pibe treinteañero con campera de cuero y unos borcegos que -evidentemente- le quedaron de la primavera pasada. Ahí viene, Kevin, mi novio, viste que te dije que tenía que hacer tiempo, te lo quería presentar. Después de saludar al muchacho y que también se pida una Ipa, ya había poco que hacer en ese lugar, me excuse con tarea atrasada y con gusto de haberlos conocido, me fui despidiendo pero antes de doblar la esquina por donde minutos atrás había llegado Kevin, la escucho, ya de lejos a Carme haciéndome señas y gritándome: ¡Fijate que tenés una hoja pegada en el pantalón! Doble la esquina, esta vez prometiéndome mirar atentamente hacia abajo no sea cosa que me caiga otra vez en una baldosa floja.

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