contracciones de un cuerpo

         “¿hacia qué océano perdido van los pasos de mi vida?”

 

Ella tenía miedo al dolor. Se había mudado algún tiempo atrás a ese departamento tan pequeño de la calle Avellaneda. Cuatro departamentos más formaban parte del mismo edificio que encontró -a precio accesible-, en alguna publicación de Zona Props, aquel Junio. Tenía 24 años, dos trabajos, uno en negro, otro en bla
nco. Ninguno aportaba a su caja jubilatoria. También, tenía una gata llamada Simona y de tanto en tanto, algún compañero nocturno. La soledad le caía bien, especialmente, cuando el universo citadino de Flores, descansaba. Los laburantes terminaban su jornada y se iban a descansar a sus casas para al otro día volver al trabajo y el día menos pensado, poder disfrutar de su ganancia. Los negocios bajaban sus persianas -cansados de tan largos días, de tan largas colas de personas encimadas para comprar ropa barata-. Estos movimientos eran observados por Lucrecia, que miraba por la ventana de su cuarto cuando el sol de otoño, se escondía.
Reincidir: Dícese de insistir en la permanencia de lo mutable.  ¿Qué es de las hormigas que habitan en su cocina cuando cae la noche y desaparecen? ¿Qué será de todas las personas que trabajan en la calle durante el día? ¿Humanes y hormigas: podrán descansar? Pensaba porque era gratis pero, además, porque se lo imponía cómo un entrenamiento vital brindado desde su propia fábrica humana. ¿Cuál era el extraño motivo, el pensamiento inquietante que le hacía pender de un hilo su mirada por la ventana? Pensamiento vibrante la hacía permanecer donde estaba parada, permanecer quieta pero -en movimiento- al mismo tiempo. Cuerpo inerte que resonaba con canciones tarareadas en voz baja, mientras algún músculo se le distendía en algún lugar del cuerpo, le interesaba seguir encontrando recovecos, otros pequeños horizontes por dentro y por fuera de la ventana. Por dentro y por fuera de su propio cuerpo. ¿Dónde/Cuándo sería el momento indicado? ¿Cuándo el dolor se disipara por fin? ¿Llegaría en algún momento a ese  nirvana en el que el dolor se convierta en combustible? Su dolor era intenso, la atravesaba.  Una especie de negrura que la atravesaba por debajo de la médula ósea le alertaba su aparición, y después, lo de siempre: un cuerpo decidido a dejar de respirar, sus venas agolpandose por las esquinas de su garganta, sus muñecas, su pecho. Y otra vez, los nudos se le contraían -de repente-. Desde su ventana, observaba cómo el cielo se iba nublando, cómo si estuviera en una especie de desmayo temporal- pero de dolor-  lo mismo cuando menstruaba o peor, creía que podía llegar a enloquecer de dolor, su corazón dejaba de palpitar, siempre se contaba que su encarnación era  reversión de Frida Kahlo, una recreación de quién sufre -solo por un breve período de tiempo- una pena impuesta por el cuerpo. Cuerpo,  vehículo de carne encargado de procurarse los nutrientes necesarios con los que alimentarse y funcionar. En esas crisis de dolor, Lucrecia prefería ensoñarse, imaginar que alguna otra persona en algún lugar del mundo la iba a venir a rescatar justo-en ese instante- cuando la barrera inhabilitante del dolor aparecía y se transportaba a otro espacio temporal. Lapus donde dejaba de moverse, se paralizaba en sí misma y todo comenzaba con esa maldita puntada ascendente desde la punta de la médula ósea, en la parte baja de su cráneo hasta su final, enterrada en la conjunción con su sacro. ¿Existiría el punto intermedio? ¿Existirían las gradualidades en el dolor? Deberían. Todos deberíamos encontrar diferentes grados de sensibilidad ante el dolor. Pero, esa noche, pobre, Lucrecia, la puntada le había llegado en el momento preciso en qué estaba pensando cuántos niñes trabajaron durante el día -ilegalmente- en los galpones de la calle Avellaneda -ahora cerrada- con las estrellas sobre el firmamento de testigas, el dolor llegó sin ser llamado, irrumpió sobre la espina dorsal de su esqueleto y Lucrecia cayó -doblada- sobre el piso. La secuencia del dolor -cómo ya les venía contando- le era conocida, habitual, repetida, unas puntadas bajas, otras altas, recordar -cómo de sopetón- todos los episodios anteriores, todas las visitas previas del dolor, el parate en su cuerpo con ese calor, las intervenciones, las compañías nocturnas,  las respiraciones aprendidas, las meditaciones para relajar la mente qué le habían enseñado para transitarlo. Un compañero que había estado toda la vida con ella, cuando se instalaba, no había retorno controlable, duraba para siempre aunque ese para siempre fuese un instante, una hora, un día. Y, esta noche, repetía la misma secuencia, pero tirada en el piso. Observando cómo parte de su sistema nervioso central tenía permitido ese sentir, cómo interpretaba su mente su propia sensibilidad corporal. Luego, el dolor la abandonaba cómo quien abandona un objeto cuando ya se desecha, cuando ya se deja para otro día, tirado, por ser reciclado en otra porción espaciotemporal. La secuencia- repetida y con variaciones- era bastante similar. Cómo en un loop de una película morbosa, volvía a empezar una y otra vez, sin manera de volver atrás. “Es lo mismo de siempre”-le repetía la voz de la conciencia a Lucre- “tenés que respirar cómo te enseñaron, llevando el aire hacia el lugar donde duele, vaciar la mente, dejar que los pensamientos pasen, imaginar una habitación blanca, tener paciencia y esperar. Este dolor también va a pasar”. Pero irremediablemente recordaba qué una vez había estado diez días esperando, en la misma posición, tirada en el piso de la cocina. La primera vez que el dolor la había venido a visitar, tenía 13 y se estaba cocinando unos huevos fritos en la cocina. Su madre estaba pasando el fin de semana en la casa de su novio, cuando volvío  -luego de 24 horas estando fuera de la casa- la encontró tirada en el piso, ensuciada con su propio pis y caca, desvanecida, su madre pudo sentir la humedad del llanto fresco, todavía, en sus mejillas. La segunda vez, la vida quiso que todos se enterasen de su padecimiento. Tenía 15 y sus compañeros se amucharon para observar el espectáculo morboso que se desplegaba ante sus ojos. Ella, tirada -otra vez- gritando y retorciéndose cómo oruga convirtiéndose en crisálida. Lo único que atinó a pensar antes de perder la consciencia - del miedo y la vergüenza-  fue si a alguien en el mundo le pasaba lo mismo, si alguien sentía ese tipo de dolor, con esa duración, con esas puntadas. Ese día, abrió los ojos en el gabinete psicopedagógico de la licenciada Shia y ellos se encontraron con los ojos de la licenciada detrás de anteojos alargados, donde Lucrecia pudo sospechar un atisbo de temor e incomodidad. No sabía qué había exactamente hecho o dicho durante la crisis. No sabía qué habían visto de ella solo sintió -de repente- muchas ganas de vomitar. Y, así, cómo un dominó fueron momentos sucesivos, todos -con algunas modificaciones espacio/temporales- son prácticamente similares de contar por no les voy a hacer perder su tan valioso tiempo. Incomodidad, dolor, personas, reflexiones posteriores, intentos de sanación. Más de lo mismo. Hasta que todo su entorno y ella misma, lo naturalizaron. Ya se animaba a no recibir asistencia, se cuidaba su propio dolor. Familiares y amigos ya no se preocupaban cuando no contestaba el teléfono por muchas horas. Elegían confiar en su autorregulación, en ella, en su dolor que decía sin decir, ya hacían bromas con eso, dejaron de mimarla por eso. Simplemente, un día, todos se aburrieron de su dolor. Pero esa noche, qué les cuento, fue diferente a las anteriores crisis. Lucrecia permaneció respirando en el piso frío con los ojos observando el paisaje de su departamento sin interrumpir el hilo de los pensamientos que llegaban hasta que un ruido la sorprendió: algo se está moviendo en su cocina. Era un movimiento en un lugar donde su mirada no llegaba. Pensó que podía llegar a ser. Una cucaracha, seguro trepó por las cañerías de este edificio roñoso que nunca fumigan. Otro cacharro se cayó y el sonido de unos dientecitos roían una bolsa de arroz yamaní de la alacena.  La sospecha no había sido certera, no podía ser más que una laucha o una rata. Su alma gritó en su interior, se le erizaron todos los vellos de la piel, de todo el cuerpo. Un roedor buscando supervivencia en lo urbano, visitaba su casa. Cesó el sonido. Se sumaba el miedo al dolor cómo un río ya insoportable en su interior. Pidió -por primera vez en la biografía de sus episodios- que la dejaran escapar de su cuerpo, de esa cárcel de carne que le habían regalado, que Dios le hiciera el favor de ir a castigar con ese dolor y ese susto a un tipo que le pegaba a su compañera o a sus niños, pero no a ella. ¿Por qué a mi?, gritaban sus voces interiores cuando empezó -de inmediato- a percibir qué la rata estaba muy cerca de su cuerpo. Más- específicamente- de sus pies. El dolor y el miedo, ahora, danzaban en un mismo escenario. Su cuerpo, inmóvil, inerte en el suelo y la rata oliéndole los pies. Sin capacidad para moverse, sin capacidad para atreverse a hacerlo, sin capacidad para crear una nueva secuencia que incluyera el movimiento aún en el dolor, sin capacidad para cambiar el curso de lo que vendría. La rata, le olió las uñas de los pies, los huequitos entre medio de ellos, los tobillos, la mancha de nacimiento que le había dejado su mamá cuando- de bebé- se le cayó la plancha encima de su cuerpo, hasta que se envalentonó. O al menos eso creyó Lucrecia. Y caminaba lentamente al lado suyo, intrigada por ese cuerpo muerto-tembloroso-inerte-móvil-vibrante de emociones qué no era de su agrado culinario pero qué le llamaba poderosamente la atención. Olió sus piernas, y se montó en su panza, caminó- sin dudas- hasta su cara atraída por un olor particular qué despedían sus labios, buscó el origen de ese olor entre las comisuras de los labios de Lucrecia y ella se condenó por haber cenado Roquefort esa noche. Si siempre se lo sacaba a la pizza, ¿por qué -justo hoy- no lo hizo?, pensó en el ensañamiento de ese roedor con ella, e inmediatamente pensó en su insistencia por buscar correlatos entre lo que sucedía afuera de sus experiencias y por dentro. De todas maneras, allí estaban ambos, víctimas de sus circunstancias existenciales. El roedor grisáceo, de cola larga, nariz pequeña, ojos grandes, cuerpo elastizado, flexible y fuerte con su lengüita comiendo un pedazo minúsculo de queso roquefort qué le había quedado pegado en la esquina de su boca y Lucrecia, pobre, sin más remedio que la doble condena a la inmovilidad y al dolor, esperaba que esa escena acabe pronto, que el telón se baje y que el director emerja de un costado diciendo qué podían sacar a la rata de juguete. Sus ojos abiertos por la impresión, el asco ascendiendo por la boca del estómago, a punto de convertirse en vómito y sus emociones que reverberando cómo un volcán. Mientras todo eso sucedía, la rata continuaba- plácidamente- comiendo de su boca los restos minúsculos de su cena. Lucrecia se hizo pis del asco -cómo aquella primera vez en la cocina de su casa-, la reacción la embobó y su mente decidió aislarse hasta el desmayo.


 Cuando despertó, unas horas más tarde, había recuperado la movilidad en piernas y brazos. El dolor había pasado. Corrió hacia el baño pero se detuvo antes. De refilón, vio en la bacha de la cocina, apoyada sobre una de las esquinas, la rata seguía allí, comiendo -con sus patas delanteras- las sobras de una lata de atún. Lucrecia sintió que el roedor levantó la mirada hacia ella y se miraron fijamente un microsegundo, su cuerpo ahora estaba activo pero el miedo se volvió a agolpar en su pecho traducido en palpitaciones qué, ahora, retumbaban en todas las paredes silenciosas de la noche en la cocina. El vómito, también, apareció en ascenso desde su esófago. Tragó saliva dos veces para aplacarlo cómo bien había aprendido en los viajes largos por la ruta yendo a la costa con su familia. Aguantó y siguió observando a la rata: sus patitas, el hocico peludo apoyado en la mesada, la mirada cómo si la reconociera. “Volviste mi cuerpo visible en la inmovilidad del dolor”, a Lucrecia se le cruzó ese pensamiento cómo un rayo en el desierto y una electricidad le recorrió la espalda. “Basta, dejame en paz con mi dolor!,” le gritó mirándola a los ojos y antes de que la rata pudiera asustarse o salir corriendo o morderla, Lucrecia, la tomó -con su mano maciza de escultora- apretándola fuerte, abrió la ventana con la otra mano y la tiró al vacío que se descubre desde el piso 16. Fue un microsegundo donde la vio caerse desde el piso donde vivía. Estaba segura que sabía caer parada. No le iba a doler la caída. Esa noche, tenía la seguridad de que ambas iban a sobrevivir al dolor.




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