la cueva


"Si, hoy me meto". La misma frase era repetida por Joaquín de forma incansable. Pero, aunque daba vueltas por los cerros, subìa, se bajaba por diferentes caminos, se perdìa y se volvìa a encontrar pero, hasta ahora, aunque intentara con todas las fuerzas de su espìritu joven, aún no se habìa animado a entrar a esa cueva.

La misma cueva que, hace cinco siglos atrás, entre quebradas y pequeños valles protegió de la intemperie a animales y hasta al mismísimo hombre incaico, de las fuertes tormentas que los aquejaban, sobre su Valle Sagrado.

La misma cueva, aunque un tanto percudida por el paso del tiempo, de los pasos, los derrumbes y los diferentes climas. 

Joaquín, la miraba desde lejos, pero con los pies enterrados en el suelo de esa oscura guarida... El niño subido al acantilado donde corría todas las tardes, luego de colaborar con su madre en algunas tareas del hogar. Dos tazas con flores amarillas pintadas en su porcelana blanca, tres cucharas sonando a metal, cuatro platos, tres, dos, uno... Y ya se escuchaba el golpe seco de la puerta de la cocina abriendose de par en par. Unas pisadas rápidas le daban aviso a la señora de amplias polleras y caderas, que  su hijo ya se había ido. 

¿Adonde? "Por favor te lo pido, hasta el acantilado, chibolo. Ni se te ocurra subir más arriba del cerro y menos entrar dentro de la cueva de nuestros ancianos", le advirtío la señora, quièn era su madre. Eso le advirtió, pero solo lo hizo una vez. Su voz habìa sonado fuerte y clara, como cuando se hablaba de temas importantes en la mesa y fue suficiente para quedar grabada en forma de eco en la cabeza de su hijo y ejercer el mismo efecto de los recuerdos en nuestros pensamientos. El mismo efecto que producen los recuerdos en nuestros pensamientos: cuanto màs tardaba el recuerdo, en este caso, el eco de la voz materna, en fijarse en el tiempo; mayor era la voluntad de Joaquín de meter las narices, los brazos, las piernas, las ideas, las pasiones y todo aquello que cabía dentro de su corazón fuerte de 14 años en ese escondrijo. Joaquìn ya habìa formado un ovillo de tanto hilvanar sus pensamientos dentro de ese agujero negro con paredes mohosas, cubierto de barro y miles de recobecos con màs de cientos de recuerdos guardados junto con los silencios, las risas, los gritos y, por supuesto, los suspiros enamorados.

 Hace siglos, la cueva cumplía su misión de ser una fiel guardiana de los relojes del tiempo. 

Sus amigos lo habían molestado varias veces sobre la inmadurez que llevaba su decisión (o indecisión?) de no meterse en la cueva, con estos años encima y , ¡para colmo!, una barba en crecimiento. En cambio, prefirió no hacerles caso ni levantarlos en peso, por las dudas. Siempre había apoyado las posturas neutrales y la independencia personal pero nunca pensó que un desafío tan íntimo como tener la experiencia de la cueva, le iba a llevar tanto rato. Tal vez la exfoliación de sus propios miedos iba a llevar un proceso y sospechaba que no iba a ser sólo un día, una tarde o una noche, transitar ese lugar sino que también iba a reconocer su significado y porquè ocupaba ese lugar en la tierra. 

Todo esto pensaba Joaquín y no sabía ni de donde su cabeza, atolondrada muchas veces y con los pájaros volados casi siempre, hacía nacer ese mar de preguntas tan complejas que ni él mismo entendía. Todas estas preguntas lo habìan dejado quieto, indeciso, sin saber què hacer. 

En fin, menos mal que la salvación llegó una tarde de sábado. 

Al pueblo arribaron varias familias, escapando del hambre y de la inminente erupción del volcán Misti. Para muchos eran sólo rumores televisivos, pero en cambio, para Sobeida era una realidad palpable y alarmante. Los turistas extranjeros ya lo creìan por eso habìan depositado de a millones  de papeles de color verde para hacer realidad el sueño de jugar el deporte extremo màs exòtico e inigualable: surfear en lava volcànica. 


 Cientos de familias decidieron, con sus làgrimas bien guardadas en los bolsillos y convirtiendo a las tripas en corazòn, a exiliarse masivamente hacia una tierra menos hostil y más contestataria a las presiones ambientales, fabriles y mercantilistas. A ellos no les interesaban los deportes extremos, no sabían ni cuáles eran, tampoco habían visto alguno de ellos por televisión. Hoy, su preocupación inmediata era darle de comer a sus hijos y encontrar la manera, de forma alternativa, de llevar bienestar al hogar. Eran artesanos o pequeños agricultores, en su mayoría. Su comunidad querìa demostrar que eran capaces en trabajar tierras ajenas, respirar otro aire y dejar rodearse por otros cerros. 

Joaquín miraba desde lejos esos otros ojos, esos pies cansados de tanto andar con pesos pesados a la espalda y entre tantas trenzas, una de ellas no estaban bien anudadas al cuero cabelludo sino más bien predispuestas de forma desprolija, sin necesidad de ataduras ni presiones. Era su forma de estar ahí. Él observó por un largo rato aquellas trenzas, y sintiò como un nuevo amor se le habìa despertado en su interior y , de yapa, una gran admiración hasta que la dueña de tan original peinado, se dió la media vuelta y.., desde lejos, le hizo una mueca, similar a los simios callejeros. La niña sacò la lengua ( con la que apuntò para que no quedaran dudas quièn era el destinatario) y se llevò ambas manos a las sienes, de inmediato, moviendo unas para arriba y otras para abajo de forma burlona. 

Joaquín se quedo anodadado, no supo cómo interpretar esa carita chistosa. ¿Burla, imitación o invitación a una charla?, esas fueron las tres preguntas inmediatas que barajó el corto entendimiento del muchacho.  Y, como acto reflejo, no supo que hacer. Se dió la media vuelta, le dio la espalda a la mueca y a las trenzas más lindas que había visto en sus añitos... y se largó a correr por la carretera principal del pueblo, camino que lo llevaba directo a su hogar, a su refugio materno. Lejos de esas trenzas despeinadas y más lejos aún de la cueva de sus sueños. 

Pero estaba escrito, tal vez, en las paredes de aquella cueva. 

A este agujero negro se accedía por un camino alternativo al de la ruta principal que tomaban la mayoría de los viajeros, luego de cuatro intensas horas de caminata, se llegaba al pueblo más próximo y era importante proveer de una buena cantidad de alimentos. Cueva milenaria, cueva guardiana de secretos, ¿que hablaba de la cueva? Sino la conocía todavía... pero su misticidad, los relatos que había escuchado alrededor de sus piedras, las ganas de llevarse consigo una de ellas y , por sobre todas las cosas, el entusiasmo por entregarse dentro de ese agujero misterioso. 

Sobeida traía consigo la magia de la expresión, el canto y el baile, así como una inclinación natural de su sangre. La sangre le corría por las venas al galope como queríendosele salir, la pasión le hacía sonar el corazón fuerte en el pecho y las emociones estaban hechas a flor de piel, según ella.

Su padre era un caminante y llegaba, despuès de haber pasado un tiempo, a su casa con nuevos aromas, regalos de diferentes sitios del mundo e ideas tan diversas como hermosas. La mayor parte de su experiencia infantil había sido influenciada por ese teatrero peregrino, que regalaba sonrisas alrededor del globo. Aunque ausente muchas veces para compartir sus logros como niña, lo compensaba con las grandes satisfacciones cuando al fin, llegaba de viajar. Su madre los miraba de reojo, a ella y a su hermano. Se reía en silencio, muy en silencio y dentro del fondo de su corazón porque por fuera mostraba sólo su cara seria, su ceño fruncido, no vaya a ser cosa que se le caiga esa coraza que había construido para proteger a sus dos hijos de un hogar casi vacío. No quería que entraran moscas en la casa. Por eso, primero, le puso mosquiteros a sus sentimientos más profundos y luego, se los echó al hombro, con su comida, educación y juegos. El día a día había sido suficientemente duro para que con sólo una tarde de magia, malabares y poesía paterna, lo echaran todo a perder. A veces las pequeñas alegrías, fugaces pero intensas , reintegran vacíos temporales en una misma familia , en un mismo espacio. No era ese su caso. Y si de algo estaba muy segura, era que su hija mayor, Sobeida iba a saber elegir una vida mucho más feliz a la que ella había optado. Si tenía suerte, saldría parecida al papá. Y en su sangre, estaba su propia sanación.

Con sus 13 añitos, la niña ya había sabido ganarse la sonrisa de hasta el más arisco de los hombres del pueblo y con sólo abrir su boquita para cantar o mover sus pies para bailar, podía conseguir hasta que le bajasen la luna en su estadío completo.

Hoy, era luna llena y ella bailaba cumbia al compás de una numerosa banda que había llegado a la plaza principal del pueblo. La voz nìtida y afinada de la cantante, la hacía brincar de placer y entonaba con todos sus sentidos hasta embriagarse con la música,y también, en cada paso, en cada sueño. Y entre tanto viaje gratuito, regalado por el mismísimo Universo, lo volvió a ver. A él. 

Al chico que había asustado el primer día que llegò con su madre y su hermano al pueblo. Estaba ahí parado como si tuviera algo pendiente y,intuyó, eso la involucraba directamente a ella. No se iba a quedar con la pregunta en los labios. Los instintos sabía que siempre iban delante de los pensamientos y la guiaban en todos los caminos que tomase... y fue a hablarle. Esta vez, Joaquín no salío corriendo. Se quedó, quieto, imnimutable en el mismo lugar donde ella fue a acercar sus almas. Así, la palabra hizo su truco y su magia otra vez, y van...

Transformó, acercó y enamoró en una sola pausa de tiempo. 

Joaquín, finalmente, subió a la cueva. Pero esta vez, en sueños y con la compañía de Sobeida. No permitió despertarse. La llevó a subir el cerro al mediodía, por el camino que le habían indicado sus amigos y con la determinación que esa noche no volverían a sus casas. Llevaban consigo comida y agua pero ni un céntimo. Se tenían a ellos mismos,con eso les alcanzaba y sobraba en sus corazones.


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